Los humanos, por mucho que evolucionemos, seguiremos siendo un tipo (como tantos otros) de células de la epidermis de la tierra, y nuestra función, al igual que la melanina, la de traer lo etéreo al mundo material, a lo tangible o sensible. Dos de estos aspectos etéreos son la música o la espiritualidad, que a fin de cuentas son una misma cosa, pues ambas tienen la función de convertirnos en canal de lo etéreo a lo material (a lo vibracional, lo escrito, lo hablado). Somos, pues, herramientas del planeta para transformar una energía en otra.

La música, al igual que la espiritualidad, la podemos ejercitar de dos formas: la que sigue dogmas y la que te invita a expresarte.

En un clima de confusión, las personas nos decantamos por seguir los dogmas, ya que necesitamos seguridad.

En el caso de la espiritualidad, nos iríamos a las organizaciones religiosas: católica, hinduista, budista, musulmana… No importa, todas tienen unas normas, unos prejuicios, unos métodos para conectar con lo divino y, sobre todo, unas jerarquías de poder. Las jerarquías se basan en la afirmación de ‘yo estoy más conectado con Dios que tú’. ¿Por qué? Porque tengo un título religioso, porque voy a misa diaria, etc, etc,  con todas sus variantes jerárquicas.

Lo mismo ocurre con la música dogmática: está unida a la industria musical, compuesta de grandes organizaciones (como las religiosas) que se lucran a partir de ceñir la música a métodos, a normas, a jerarquías que nos imponen qué está bien y tachan lo que es pecado. ¿Por qué? Porque yo lo digo o, aún peor, porque mi título es más alto que el tuyo. Grandes discográficas, grandes editoriales, grandes conservatorios que siguen las normas infinitas y mutiladoras dictadas en los libros de teoría musical, las etiquetas de música culta, música popular, élite musical, música seria, música clásica, música ligera, músico profesional, músico amateur…

Prejuicios dogmáticos que no hacen sino apropiarse y mutilar un mundo misterioso lleno de sensaciones, convirtiéndolas en una apatía intelectual inerte, en ego sentenciador.

Existe, sin embargo, otra forma de vivir la espiritualidad o la música, una manera orgánica, a la vez individual y colectiva, responsable, llena de corazón y de ganas. Existe la manera de tomar las riendas de la vida, de ser tú la última responsable de tus opiniones, y tu percepción la única responsable de tus sensaciones; sin biblias a las que referirse, sin teorías fuera de las que tú misma elabores. Una manera de ser y estar desde la plena conciencia.

En lo referente a la espiritualidad, cada persona puede sencillamente estar atenta a los milagros que a cada instante acontecen en sí misma y a su alrededor, y esa apreciación personal y consciente la ilumina y la conecta consigo misma. ¿Con quién tendría que conectarse sino con su propia conciencia? Dejar de adorar lo supremo, pues no hay seres superiores ni inferiores, no existe la caridad ni el pecado; no existe la culpa ni la obligación. Existe la seguridad en una misma y el compromiso de se modelo contagioso para los demás.

Una espiritualidad que prescinde de predicadores y de lucros, una espiritualidad que crece en espiral y que hace brillar los ojos de cada vez más personas, y animales, y plantas.

Existe, asimismo, la música personal, valiosa, a la vez individual y colectiva, que sirve como medio de expresión y no de opresión. Sin prejuicios, sin etiquetas. La música como lenguaje y como medio de conexión y de conciencia.

Esa música no tiene nombre, no interesa a las grandes instituciones, no lucra, sino que fluye, comunica, hace felices a quienes la expresan y a quienes la escuchan porque los unifica. Una música que respeta el misterio y la magia, una música ancestral, que está en nuestros genes, en nuestra alma, en los latidos del corazón o en el ritmo de las mareas.

A esa música se refiere Meredith Monk cuando afirma que «componer es escuchar, y es una escucha tan, tan profunda que permites que algo que existe en otra dimensión pase a través de ti». Es la música que practican los improvisadores. Es lo que ocurre cuando tomas las riendas de tu expresión y lo haces sin miedo, y pones el corazón atreviéndote a ser tú misma. Y así, en espiral, contagias a los demás con la alegría de tu música, esa que permitiste pasar a través de ti para ser compartida, para que el planeta la escuchase, sencillamente porque es urgente y necesaria.