Llega un momento en el que la eterna discusión estética entre reaccionarios y vanguardistas se torna en un campo estéril en el cual lo único que ve la luz es la oscuridad de las respectivas ideas y su reafirmación. Una vez más. Una discusión que emplea continuamente los mismos argumentos y los mismos nombres. Personalmente, como compositor de música contemporánea, este pequeño artículo tiene mucho de autocrítica aun sabiendo que los extremos siempre han existido, existen y existirán,  además de ser necesarios.

No estamos descubriendo nada nuevo cuando decimos que el rechazo al revolucionario sistema de Schoenberg inventado allá por 1921 ya no es el resultado de una genialidad incomprendida en su tiempo -vaya por delante mi profunda admiración por esta figura clave para entender una parte de la música del siglo XX-. Tampoco descubrimos nada cuando afirmamos que el problema de la música de la Segunda Escuela de Viena no es que haya que entenderla para llegar a ella -o escucharla desde niño, aquí varían las opiniones-. En definitiva, que ni los nietos ni biznietos de nuestros queridos compatriotas maños cantarán en el futuro jotas dodecafónicas.

Partiendo de esta base que significó la ruptura más drástica con la tradición, describiré a continuación los argumentos más comunes utilizados por ambos extremos:

Por una parte el grupo reaccionario suele simplificar tanto su visión que equiparan popularidad con calidad. Desde un punto de vista completamente científico y en un obsesivo afán por la medición y por el ataque a las continuas salas vacías en los conciertos de nueva música, afirman que si a un concierto van menos de X personas, un CD es comprado por menos de Y personas, o en un evento se tienen unos ingresos de menos de Z euros, ya no es buena música sino “ruidos y cosas raras”. Un completo y gratuito ataque destinado únicamente a convertirse en un razonamiento vacío y además contraproducente, ya que nos llevaríamos algunas sorpresas si midiéramos tan científicamente muchos conciertos de música clásica.

Otra de las apologías conservadoras es la vuelta a la tonalidad: el rechazo a todo lo que sea atonal, o suene raro, por no hablar de lo que consideran la música ruidista. La tonalidad ha sido durante siglos un cobijo de apacible significación que ha establecido un código de comunicación entendible extremadamente eficaz entre el artista y el público. Pero ese es sólo un parámetro que además ha sido destruido por la continua evolución de las reglas armónicas. Hay otro mundo esperándonos más allá de la tonalidad; existen infinidad de compositores y estéticas -el grunge sin ir más lejos- que rebaja la importancia del uso clásico de los centros tonales y reemplaza como referencia otros parámetros musicales, entre ellos el ruido.

Por último, lo mismo ocurre con la melodía. Refugiados en ese miedo a la sociedad irremediablemente cambiante, abogan por la vuelta a un arte culto y complaciente. Y es precisamente este escenario de arte clasista y ritual el que se aleja cada vez más rápido de la realidad que vivimos en la actualidad. Pero se aleja hacia atrás.

Con este panorama es normal que la vanguardia se defienda exponiendo unos más que razonables argumentos. Pero estos son utilizados por una minoría como su particular caballo de batalla. Y es precisamente este debate vacío y eterno el que mantiene con vida las reivindicaciones de su arte cerebral y lejano. Tan lejano de la modernidad como están los conservadores. Esta vez ni hacia delante ni hacia atrás, simplemente en otro lugar cuyo billete es la genialidad incomprendida, la espalda al público y la imitación endogámica.

No debe dejar de resultar curioso cuando abogan por una apertura de mente a través de la cual se permita el disfrute de la estética que más guste, pero al encontrarse el rechazo de cualquiera atacan achacando ese gusto a una falta de cultura para entenderla, y por lo tanto disfrutarla. Evidentemente esto en un primer momento puede parecer lógico: el cerebro disfruta lo que conoce. Nadie se siente cómodo con algo que no puede descodificar o interpretar. Pero vamos a verlo desde otro punto de vista: para disfrutar del grunge -por seguir con el ejemplo- hace falta entenderlo, y si no eres un inculto. Pues sí señores, hay muchos tipos de cultura, pero no es esta visión bidireccional la que rezuma esta minoría, porque ¿podéis adivinar qué cultura es más elevada? No hace falta que se responda, era una pregunta retórica.

Por una parte nos encontramos con un problema, y es que puede ser que alguien diga que esta cultura tan refinada no está hecha para la gran masa, sino para intelectuales y entendidos; que cuanto menos público, más calidad cultural. Bueno, entonces propongo una cosa: que cada uno sea su propio público, uno solo, y de paso que se sea consecuente con eso de componer para uno mismo. Como decía Ortega y Gasset, esto que a priori puede resultar soberbio es en realidad la máxima modestia: el arte por el arte. Así se llegará a la esencia misma de la intelectualidad.

Por otra parte, nos olvidamos de que hay muchos tipos de inteligencia. Conozco científicos de varias ramas, estudiantes de doctorado, etc. que no se puede decir que no sean personas inteligentes, y no hay ni uno que disfrute yendo a un concierto de música contemporánea. Por lo tanto, ¿deberíamos denominarla música para para inteligentes o música para compositores?

Al igual que ya hizo en su tiempo Mahler, Strauss, Debussy, Stravinsky, Poulenc, etc. etc., ¿no se puede componer una música intelectual que conecte no ya con el público, sino con un número significativo de personas y que no obtenga década tras década la espalda en bloque de la práctica totalidad del público? ¿Quizás el proceso de incluir a este público y a la sociedad moderna en la obra personal requiere más trabajo y por eso hay que escudarse en la ininteligibilidad y en la metáfora extra musical? O lo que es lo mismo, ¿es más fácil componer unilateral que bilateralmente?

Está claro que este debate no se puede enfocar desde una posición ajena a la música contemporánea como podría ser la música clásica, la de cine o la música ligera. Dentro del mundo clásico hay muchos intérpretes que rechazan sistemáticamente toda la vanguardia. Volvemos a la misma situación: no se puede cuestionar algo que no se conoce, y esto conduciría de nuevo a un debate repetido hasta la saciedad.

El problema es que esta discusión ha sido usualmente protagonizada por las dos caras opuestas del desarrollo musical. Es necesario que los propios compositores, especialmente las nuevas generaciones, realicemos un ejercicio de autocrítica –aunque a veces duela- mediante el conocimiento de la historia de la música contemporánea, y sepamos por ejemplo por qué Boulez o Sciarrino son más avanzados y más reconocidos en la alta alcurnia que Lindberg o Knussen. Sólo de esta forma podremos volver a reencontrarnos con ese público tan ansiado; con nosotros mismos.