El arte de escribir bien presenta varias facetas musicalmente relevantes (y por esta causa, en mi Conservatorio Imaginario el taller de escritura es asignatura obligatoria). Una de las aplicaciones musicales de dominar el lenguaje verbal es la elección acertada de los títulos de las composiciones. El título es parte de la obra musical, la complementa, la describe, abre el apetito, despierta la curiosidad, es un pequeño imán hacia la música. Un título atractivo puede ser la diferencia entre que alguien decida escuchar la obra o no. En general, el lector -porque hasta entonces es sólo un lector, y sólo luego va a oir- lo único que tiene a su disposición para conocer una obra nueva es el título.

Arthur Honegger nos informa, en su encantador libro «Yo soy compositor», que de sus dos «Movimientos sinfónicos», el segundo tuvo mucho más éxito que el primero. Honegger atribuye parte del éxito a que el título del primero era meramente «Movimiento sinfónico nr. 1» y el otro se llamaba «Rugby». Desde que leí esto, a tierna edad, decidí inventar títulos atractivos.

Un título es un texto minúsculo que vive y «circula» en el ámbito de las palabras, donde la música aún no suena, no puede sonar. Por ejemplo, los buscadores de internet (google) sólo reconocen palabras, no melodías (al menos no aún). Y en ese ámbito de las palabras, un título tiene que tener entidad propia; tiene que poder resaltar y llegado el caso «imponerse». (Esta es sólo mi convicción, ninguna ley natural.)

Pero los títulos interesantes no son sólo un recurso de márketing. Un título es un portador de información, es potencialmente significativo. ¿Por qué desaprovechar esta fuerza semántica? Cada composición terminada es una botella con un mensaje arrojada al mar. El título de la obra es la botella, el marco – y como tal, ya es parte del mensaje (una botella en el mar está gritando en todos los idiomas del mundo «aquí les habla un náufrago»).

En pocas palabras, un título atractivo y bien puesto (es decir, adecuado a la música que viene después) es tres cosas: primero un indicio de que el compositor se rompió el coco en los detalles, es decir: apuntala su credibilidad. Segundo, puede ser la diferencia entre que un ejecutante o un oyente piense «a ver cómo es esto» o siga de largo. Tercero: en el momento de compaginar un concierto, los títulos -a veces- pueden jugar un rol decisivo para aglutinar repertorio. Ejemplo: «vamos a hacer un recital con obras relacionadas con el agua» (o con la astronomía o con los felinos).

Con todo respeto, me asombran las numerosas pinturas «sin título» que pululan en los museos. Si yo fuese pintora les pondría Constelación silenciosa, como Joan Miró, o Abstracción número 9. Ambos títulos tampoco dicen gran cosa acerca del contenido pero al menos trasuntan cierto embrión de originalidad.

Catálogos de obras

«Pero lo que importa es la música, lo que suena; el título es meramente anecdótico» puede objetarse, y es una objeción seria. «¿Por qué no una elección objetiva, neutral, de los títulos de las composiciones? Para identificarlas con precisión existe el número de Opus, ¿verdad?» No lo niego, pero si un catálogo de obras nos informa «Piano Piece No. 01», «Piano Piece No. 02» y así hasta «Piano Piece No. 99», eso a mí no me atrae, ni me anticipa demasiado sobre el contenido musical. Cierto que una obra no tiene la menor obligación de anticipar su contenido, y es atendible que el compositor quiera mantener cierto misterio a su alrededor.

«El título no interesa, lo que importa es la música»: en obras ya establecidas en el repertorio clásico puede ser que este argumento sea más válido, puesto que ya «todo el mundo» sabe cómo es la Sinfonía nr. 40 de Mozart (aunque muchos tendrían problemas para identificar la nr. 39). Pero desde la óptica del compositor actual, tu obra podrá ser espectacular, pero si no atrae a los intérpretes que buscan repertorio nuevo en un catálogo infinito, que no incluye fragmentos de la partitura ni ejemplos sonoros, sino solamente palabras, entonces esa composición espectacular ni siquiera va a llegar a los ojos del ejecutante, ya no digamos a su atril.

¿Por qué no transformar la lectura de un catálogo en una experiencia estética? Está en mi mano hacerlo. Querría que quien lea mi catálogo de obras disfrute como quien lee un poema o una novela (¿de terror?) Este es seguramente un efecto secundario, pero ¿porqué privarse de canales de comunicación estética? Claramente, al elegir los títulos de mi música no quiero competir con Federico García Lorca ni con Stephen King, pero sí puedo tornar más placentera la ardua tarea de quien investiga repertorio.

 

Imaginemos otro escenario: no un ejecutante sino un potencial oyente busca música nueva, obras que no conoce, y lo hace en servicios de streaming (Spotify, SoundCloud, Youtube o similares). Aquí teóricamente los ejemplos sonoros están a disposición inmediata, pero es sabido que un oyente promedio verá una decena de títulos antes de hacer click en uno de ellos, es decir, antes de escuchar siquiera diez segundos. Mi argumento a favor de títulos que detengan el fluir de su mirar sigue vigente – y se agrega otro (en el cual no puedo profundizar ahora): una gráfica que diga algo.

 

Sobrenombres

 

Examinémoslo desde otro ángulo: la gente tiende a acoplarle títulos específicos a obras que originalmente no lo tenían. Muchos de tales sobrenombres -inventados por un editor o por una mano anónima – se han incorporado definitivamente al folklore de los melómanos. Pensemos en los apodos apócrifos de algunos preludios de Chopin («la gota de agua»), sonatas de Beethoven («patética», «la tempestad»), o numerosas sinfonías de Haydn («la reina», «la gallina»). Aparentemente los seres humanos preferimos las cosas con un nombre específico. Pareciera que hay una tendencia natural no a numerar, sino a bautizar obras que el público aprecia. No estoy seguro de querer vivir en un mundo donde los bebés reciban números en lugar de nombres (cierto que el número de seguridad social es un paso en esta dirección). Las personas reciben un nombre concreto, no se las identifica como «ser humano nr. 26», excepto en los sistemas carcelarios, impositivos o al límite de la deshumanización. De hecho, mucha gente suele alegrarse cuando el número de su documento de identidad tiene alguna característica «rara» que le brinda particularidad (es capicúa, es un número primo, o consta de sólo dos cifras distintas como 23232323).

 

Hay muy pocas obras musicales en donde la descripción sucinta y objetiva se ha transformado casi en un nombre propio (pienso en la «Misa en Si menor» de Bach). En no pocas ocasiones, la mención del objetivísimo número de Opus se transforma en una contraseña para iniciados, para camarillas que hablan un dialecto secreto en un lenguaje cifrado, como cuando mencionan «la opus 111» (y se refieren, por supuesto, a la última sonata para piano de Beethoven).

 

Peligros de los títulos exuberantes

 

Un peligro no menor de los títulos amenos me fue señalado por el compositor Jorge Pítari: uno pone un título, cualquiera que este sea, y la gente -lógicamente- pretenderá hallar una relación entre título y obra, y tal vez en ese proceso preste menos atención al valor estrictamente musical o a los acontecimientos sonoros que de hecho están ocurriendo. (Refuerza esta observación el hecho que Jorge suele elegir títulos nada neutros, aunque siempre por causa muy justificada, tales como «Georgina on my mind», «Johann Sebastian op. cit.», basada en citas de obras de Bach, o «Friso», una obra con una continuidad total, como un friso, y de tipo minimalista.)

 

Un título condiciona al oyente, lo prepara para escuchar determinado tipo de estructura sonora. Genera expectativas. Y como toda expectativa, puede ser confirmada o refutada por la realidad. Esto último ocurriría si un título nos anunciaba equis, pero la música está diciendo otra cosa. O bien si la música comienza como equis pero luego deriva a otro lugar inesperado, donde el título original pierde todo sentido. Una consecuencia posible -negativa- es que el oyente busque desesperadamente escuchar equis, espere un equis que nunca llega, no lo encuentre, y se pierda parte de lo que está ocurriendo. En este caso, acaso se trate de un error compositivo (porque si el título es parte de la obra, una imprecisión en la elección del título es, de hecho, un error compositivo). Generar expectativas que luego no se satisfacen puede ser un búmerang que actúa en contra de la fluida recepción de una obra musical. Dicho esto con mucha precaución, pues no es prudente generalizar demasiado en cuestiones de títulos, porque tienden a ser únicos.

 

Imaginemos un libro que se llama «Hágase rico», pero al abrirlo uno no encuentra consejos financieros sino recetas de cocina. No sólo pueden sentirse estafados quienes buscaban la fórmula fácil del éxito econónomico, sino que quienes realmente querían recetas de cocina no las buscarían en un libro con un título que intentó ser chispeante pero que en el fondo está mal puesto.

 

Acaso para no condicionar demasiado a los intérpretes es que Claude Debussy puso los títulos de sus preludios al final de cada pieza y entre paréntesis, para que el pianista pudiera descubrir sus propias impresiones sin estar condicionado por las imágenes del compositor. Si esta es la auténtica razón, denota un enorme candor por parte de Debussy: es prácticamente sobrehumano tocar fluidamente estos preludios leyéndolos a primera vista.

 

Safari en el catálogo

 

Quien haga un safari en mi catálogo de obras verá títulos atractivísimos, tal vez mejores que la propia música. Honestamente, títulos como «sonata» o «preludio» o «Milonga en Re» me dejan frío. Son, en el mejor de los casos, un buen subtítulo, una descripción más objetiva o técnica de la obra en cuestión. Pero el título es lo único que tiene en las manos un potencial oyente antes de conocer la música. Es lo único que puede atraerlo. En este sentido, mis títulos tienen un carácter anzuelístico de vil propaganda. Tal vez no sean títulos, sino titulares.

 

En caso ideal, el título tiene que tener algo que ver con el contenido de la obra: debiera ser un complemento o una descripción de, por ejemplo, el carácter musical o la dramaturgia sonora (el «qué ocurre aquí»). Evito, adrede, la palabra «explicación», porque un título podrá anunciar, complementar, comentar, glosar, dejar entrever, incluso describir, pero nunca «explicar» una obra musical, o una novela, una pintura o una tesis doctoral.

 

En muchos casos surge una imagen por asociación (por ejemplo, titulé cierta obra para lira de carácter meditativo «Praying for rain», «Rogando que llueva»). En otros casos el título tiene alguna relación con el dedicatario, como «Utopia caminante», dedicada a Luigi Nono, que usaba ambas palabras a menudo, aunque no juntas; o «Der Geist ist transparent» («El Espíritu es transparente»), que es una frase que me escribió una vez Stockhausen y que usé en una obra en su recuerdo cuando falleció. Morton Feldman era mucho más directo y compuso varias obras cuyo título incluye el nombre del dedicatario: «For Bunita Marcus», «For Frank O’Hara», «For Stefan Wolpe», «For Franz Kline», «For John Cage», «For Christian Wolff», «For Philip Guston». Creo que la fórmula resulta suficientemente clara.

 

En otros casos hay una historia de la cual el título es la punta del iceberg, como mi tango «Pasaje Seaver», relacionado con cierta calle de Buenos Aires que fue destruida para construir una autopista, y uno de mis recuerdos sobrevivientes de la infancia. Otras veces los títulos remiten a las circunstancias de la composición, como el ciclo «Acuarelas junto al río inmóvil», compuesto en Buenos Aires (el río inmóvil es el Río de la Plata, de fluir tan lento que parece quieto) o «Aroma a Roma» (adivinen dónde fue compuesta), frase que además presenta evidentes simetrías morfológicas.

 

Por supuesto, hay también en mi catálogo títulos descriptivos pero no adocenados, como «Fragmentango», que es un tango compuesto en base a fragmentos, o «Atonalgotán», que es un tango atonal, o «Fricción» , una obra en la que permanentemente -durante diez minutos- hay un rozamiento de disonancias duras y aún más duras (segundas mayores y menores). Otros títulos implican un diálogo con la tradición, como «Icarus», compuesta para la misma formación instrumental que «Dedalus» de Juan Carlos Paz (compositor argentino impulsor de la obra de Schönberg en América Latina). Con otra tradición (la del tango) dialoga «Barro sublevado«, una alusión a cierto verso («donde el barro se subleva») del tango «La última curda» de Aníbal Troilo con letra de Cátulo Castillo.

 

Otros de mis títulos tienen una relación externa con, por ejemplo, la cantidad de piezas de un ciclo («Delta», una serie tres piezas, o «Pentagonal» de cinco, o «Pléyades» de siete, tantas como estrellas en esa constelación). La cantidad de instrumentos puede orientar la búsqueda de un título («Four for Sobriety» -Cuatro por la sobriedad- para cuarteto, o «Dreiecksbeziehungen» -Relaciones triangulares- nombre en realidad aplicable a cualquier trío). No pocos de mis títulos se relacionan directamente con el instrumentario («Skin & Bones», Piel y huesos, para dos percusionistas que tocan instrumentos de parche y de madera). Nuevamente Morton Feldman: algunas de sus composiciones llevan por título la instrumentación correspondiente, como «Three Clarinets, Cello and Piano», «Clarinet and String Quartet» o «Bass Clarinet and Percussion». ¿Hace falta explicar para qué instrumentos están escritas?

 

Existen obras con títulos bastante retorcidos que, si bien guardan relación con la obra, lo hacen en grado tan abstracto que no hay manera humana de darse cuenta. Son entonces más un complemento que una descripción de la obra. Un ejemplo claro son los «Preludios Invisibles» para coro fonético (uno de ellos está dedicado a la compositora Sonia Megías), así llamados porque lo «invisible» de estos preludios para coro es el significado: no hay texto, sino fonemas puros (letras), combinados según mecanismos musicales, no gramaticales. https://www.youtube.com/watch?v=q2O0wIutzLo

 

Otro ejemplo de título descriptivo pero con cierto retorcimiento es mi «Mozartango»: el título describe exactamente lo que hay dentro de la música (no es una mera chanza inocente y sin consecuencias): esa obra -que la pianista Natalia González grabó maravillosamente- sigue, pero con motivos tangueros, el mismo concepto que cierta obra atribuida a Mozart (el Juego de Dados Musical). Haber titulado esta composición «tango número 23», hubiese significado perderse una oportunidad única en la vida. ¿A qué otra obra podríamos denominar «Mozartango»?

 

Muchos títulos son un juego de palabras o un anagrama (las mismas letras en otro orden) del nombre del dedicatario o del carácter de una obra. Como «A Dot in Time» (un punto en el tiempo), compuesta para una convocatoria que pedía obras relacionadas con la «Meditation». O bien «Seduce us Badly» (algo así como «Sedúcenos a fondo»), un anagrama del nombre Claude Debussy, escrita para la convocatoria «re-imaginando a Debussy» del pianista Stephen Porter.

 

Finalmente -hay que reconocerlo- existen en mi catálogo títulos totalmente arbitrarios, que podrían pertenecer a distintas obras. Es que llega el momento en que cada uno hace lo mejor que puede. Y sigo pensando que es preferible un título atractivo, aunque sea arbitrario, a otro adecuado pero anodino. A esta categoría pertenecen «Sobre el pucho», «Me lo chifló un quía» o «FAQ» (Frequently Asked Questions, preguntas habituales).

 

Haz como quieras

 

Con todo esto, amable lector, no quiero convencerte de nada. No pretendo que cambies de opinión. Si lo que prefieres es titular tu obra «Composición nr. 57», te animo a que lo hagas, así serás sincero contigo mismo y construirás una estética coherente: los mejores resultados se obtienen cuando el compositor se es fiel. Mis razones, mis motivaciones, funcionarán para mí, pero acaso no para tí o para otros. Llámalo coherencia con un ideario estético.